Claves para interpretar la nueva oleada de tratados y acuerdos de comercio e inversión

Claves para interpretar la nueva oleada de tratados y acuerdos de comercio e inversión

Por Gonzalo Fernández Ortiz de Zárate (Pueblos, nº 76, febrero de 2018)

La nueva oleada de tratados y acuerdos de comercio e inversión es uno de los principales hitos de la agenda de reconfiguración del capitalismo en el siglo XXI. Este, en un contexto de profunda crisis, necesita garantizar su reproducción y lanza una ofensiva definitiva de mercantilización y dominación del espectro completo de la vida, eliminando toda traba al comercio y a la inversión.

La nueva oleada representa la punta de lanza de esta apuesta global: por un lado, trasciende las fronteras sectoriales de los mercados, incluyendo nuevos ámbitos hasta el momento no completamente absorbido por estos; por el otro, persigue el desmantelamiento de las fronteras políticas definidas por la democracia liberal-representativa, amputando las capacidades institucionales en favor de un gobierno de facto de las grandes empresas, vía convergencia reguladora y tribunales de protección de las inversiones. La principal aspiración de esta ofensiva encarnada en la nueva oleada consiste, en definitiva, en apuntalar y extender al límite el radio de acción de un sistema biocida, trastocando radicalmente los sentidos comunes sobre el mercado, el gobierno y la democracia desde una mirada estrictamente corporativa.

El proyecto de capitalismo del siglo XXI

Quienes defienden la primacía del capital son conscientes de la gravedad de la crisis que atravesamos. Tal es así que ya están implementando un proyecto de redefinición del capitalismo del siglo XXI. Este, en un momento crítico como el actual, mantiene inercias civilizatorias de mercantilización y dominación, pero incorpora notables transformaciones políticas y culturales. Se trata en definitiva de cambios estructurales para ampliar las condiciones de reproducción del capital, hoy en día bajo amenaza.

Dicha amenaza proviene fundamentalmente de dos fenómenos complementarios. Por un lado, la drástica reducción de la base física en la que opera (y operará) el sistema, fruto del efecto combinado del cambio climático, la pérdida de biodiversidad, el agotamiento de ciertos materiales y, muy especialmente, de las fuentes de energía fósil (petróleo, gas, carbón), hoy en día hegemónicas. La premisa ambiental del capitalismo en el siglo XX (la inexistencia de límites en un planeta con infinitos recursos disponibles y capacidad perfecta de absorción de toda actividad económica) ha mostrado ser rotundamente falsa. Quienes detentan el poder asumen la inevitabilidad de este escenario y se plantean el reto de cómo garantizar el flujo de la renta con una base física menor. A su vez, fuerzan los procesos de innovación tecnológica para desmaterializar la producción y encontrar nuevas fuentes de energía.

Por otro lado, la expectativa de lánguido crecimiento económico para las próximas décadas destaca como preocupación central del capital (la propia OCDE, Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, predice un desempeño global muy bajo en este sentido al menos hasta 2060). Si el crecimiento representa el indicador de la salud de un sistema que necesita expandirse de manera permanente, se evidencia su incapacidad para impulsar una nueva onda expansiva que permita generalizar y aumentar productividad, rentabilidad, inversión, empleo y consumo. Es un problema en la línea de flotación del capitalismo, además en el marco de una notable asimetría entre el ingente excedente generado (máxime en un modelo marcado por la primacía del crédito, la deuda y las finanzas) y las cada vez mayores dificultades para encontrar espacios de reproducción del mismo.

Quienes abogan por apuntalar esta cosa escandalosa en la que vivimos tienen el reto de abrir nuevas sendas al capital si no quieren que el sistema colapse, y han de hacerlo además en un contexto de reducción drástica de la base material y energética, así como de primacía de un ingente excedente especulativo. Cuadrar el círculo, en definitiva.

Para enfrentar este momento, como ya hemos adelantado, el capital redefine su agenda. Que todo cambie para que nada cambie, otros parámetros para fortalecer el crecimiento económico y los mercados. Ya no pueden permitirse trabas a un comercio y a una inversión seriamente amenazadas. La apuesta reside en el desmantelamiento del conjunto de fronteras sectoriales, geográficas, políticas e incluso culturales que aún limitan la actuación del poder corporativo, una ofensiva absoluta y definitiva. Lo que antes era posible (ámbitos y dinámicas ajenas y/o en la periferia de la reproducción del capital) ya no lo es y se postula un nuevo-viejo proyecto económico, político y cultural de sociedad global.

Respecto a la dimensión económica de este proyecto, se pretende mercantilizar todo ámbito de la vida que sea rentable, con especial énfasis en los bienes naturales, los servicios, lo digital y la esfera de lo público. Estos, además de extender la frontera mercantil global, garantizan negocio al cubrir necesidades básicas humanas y, por tanto, permanentes (educación, salud, vivienda, alimentación, bienes naturales, etc.), ahondando en el férreo control de territorios y bienes naturales escasos. Complementariamente, y ante las escasas vías de reproducción en otras esferas, se redobla la apuesta especulativa mediante el blindaje de la desregulación financiera, que bien pudiera generar otro estallido como el de 2008. Por último, y con una mirada de largo alcance, se prefigura una nueva onda expansiva a partir del desarrollo de la automatización, la robotización, la economía digital y el capitalismo verde.

En la dimensión política, se trata de eliminar toda traba democrática al natural desempeño económico. La democracia no puede poner ya freno a los negocios y estos deben realizarse bajo una absoluta seguridad jurídica. Este principio se convierte en valor supremo, por lo que se revisan los fundamentos del modelo liberalrepresentativo en lo que respecta a las capacidades legislativas y judiciales. La tensa relación entre capitalismo y democracia explota por los aires, y en el altar de la reproducción del capital se derriba la arquitectura institucional básica de parlamentos, tribunales públicos y estructuras multilaterales de derechos humanos.

El comercio y la inversión se esencializan, se metapolitizan, implantando una lex mercatoria directamente vinculada a la nueva oleada. La democracia empezaría ahí donde terminan los mercados capitalistas. En esa misma lógica, las decisiones políticas estratégicas se elevan y corporativizan aún más, priorizando los ámbitos regionales y multilaterales de decisión (alejados de la ciudadanía) y la participación activa de las grandes empresas, ya no solo de manera indirecta (lobbies, corrupción), sino directa, dentro del mismo proceso de elaboración política y contando con una justicia ad hoc.

Se impulsa, finalmente, un relato cultural que cierra el círculo. Frente a la deslegitimación de la agenda de colores neoliberal, que pretendía trasladar una mirada progresista y universalista sobre la globalización (en la que podían defenderse agendas y derechos de todo tipo), se va posicionando otro imaginario, más acorde con la realidad de violencia y exclusión generalizada. Gana espacio un discurso de fascismo social, de miedo y confrontación con el otro que, incluso manteniendo cierto pluralismo político, preconiza la ley de la selva. Ya no hay sitio para todos y todas, solo algunas vidas son vivibles, y se ahonda en la guerra con lo diferente desde sentidos comunes explícitamente reaccionarios: odio de clase, racismo, violencia machista, ética reaccionaria del cuidado, des-ciudadanización de las personas migrantes, etc. A su vez, se proyecta un individualismo extremo, moderno, conectado y con acceso a todo (como ejemplifican algunos casos de la economía colaborativa) pero que invisibiliza, en el voluminoso iceberg oculto bajo el agua, una realidad de servidumbre e hipersegmentación a costa del individualismo de la casta privilegiada.

En definitiva, el sistema articulado en torno al capitalismo muta y plantea un nuevo-viejo proyecto que incorpora notables transformaciones a partir del objetivo de que nada estorbe a una reproducción del capital amenazada por la crisis. La nueva oleada de tratados y acuerdos juega un rol estratégico.

Gobierno de facto de las grandes empresas en un mercado global sin trabas

Los tratados y acuerdos de comercio e inversión de última generación, tanto los aprobados en los últimos años como los actualmente en negociación, se cuentan por decenas. Su carácter es tanto global como regional y, de entrar en vigor, abarcarían el conjunto del planeta, al menos el más relevante en términos de mercantilización (incluida China, y con el papel protagónico de la Unión Europea). La nueva oleada se sumaría así a los más de 3.000 acuerdos actualmente operativos y haría real el viejo sueño de un único mercado autorregulado (o ultrarregulado, según se mire). Dicho sueño, que hasta el fracaso de la Ronda de Doha representaba la Organización Mundial de Comercio (OMC), proyecto archivado pero no olvidado, como pone de manifiesto el encuentro de diciembre de 2017 en Argentina, se pretende mantener vivo por esta vía indirecta de sumar múltiples acuerdos.

Se trata de un objetivo claramente político de gran alcance. Así, pese al ex profeso carácter complejo y confuso de cada uno de estos acuerdos, a la diferente literalidad de cada iniciativa, a su lectura en clave tecnocrática y a la diversidad de compromisos cuantitativos, ámbitos y anexos resultado de cada negociación, podemos identificar el hilo conductor que define la identidad de la nueva oleada. Esta combina inercias de oleadas anteriores que se actualizan y amplían a nivel global (principios, tribunales de protección de las inversiones) con innovaciones como juntar acuerdos de comercio e inversión, la convergencia reguladora, la mercantilización de nuevos sectores y la apuesta por la armonización a la baja de barreras no arancelarias.

En síntesis, la nueva oleada toma como referencia el sueño del mercado autorregulado, empeñándose de manera directa y prioritaria en el derribo de las trabas sectoriales, geográficas y políticas a la mercantilización capitalista, a través fundamentalmente de dos vías complementarias.

Por un lado, la ampliación de la frontera mercantil, incluyendo en su lógica global los servicios, la compra pública, los bienes naturales (especialmente la energía), el comercio digital, la propiedad intelectual y un capítulo específico de inversiones de todo tipo.

Por el otro, y aquí nos detendremos especialmente, al ser el elemento más novedoso, se implanta un gobierno de facto de las transnacionales que amputa las capacidades institucionales (principalmente las legislativas y judiciales). Las empresas imponen una agenda política y una nueva estructura en defensa de dicha agenda que posiciona un modelo de gobernanza corporativa a través de una triple apuesta: la primacía políticojurídica de principios corporativos fuertes, exigibles y justiciables, de alcance global; la convergencia reguladora como lógica de creación de nue vos espacios de decisión, en los que las empresas participan directamente, en detrimento del legislador, y los tribunales de protección de inversiones, una justicia privatizada al servicio de los negocios y del poder corporativo. El resultado: una democracia de bajísima intensidad.

Respecto a la primera apuesta, la nueva oleada explicita la hegemonía de los siguientes principios: la seguridad jurídica de las inversiones frente a cualquier otra consideración política; las expectativas legítimas, que sitúan los beneficios empresariales (presentes y futuros) por encima del mandato popular; la armonización normativa, eliminando progresivamente toda traba arancelaria y no arancelaria al comercio y la inversión; el trato nacional para toda empresa extranjera; el trato de nación más favorecida, ampliando las mejores condiciones de cualquier acuerdo a los nuevos que se pudieran firmar; y la cláusula ratchet, que impide la reversión de procesos de liberalización a partir de la firma del tratado.

Dicha agenda se posiciona sobre una nueva estructura política sustentada en la segunda apuesta corporativa, la convergencia reguladora. Su meta consiste en armonizar normativas superando barreras arancelarias y no arancelarias, e incide así en la desregulación laboral, ecológica, social y sanitaria derivada de la competencia extrema por atraer inversiones. Se crean nuevas estructuras multilaterales (como consejos mixtos o comités sectoriales) que participan preceptivamente en el proceso administrativo. El procedimiento de creación de normativa se altera, incluyendo nuevos espacios con un gran poder para poner en práctica la armonización (regulación a la baja en derechos, en realidad). La participación empresarial en estos espacios es directa, por lo que se naturaliza su rol político en la toma de decisiones.

Por supuesto, no hay una única versión de convergencia reguladora en los diferentes tratados, pudiendo ser esta obligatoria o no, afectando solo a las competencias regionales o al conjunto de instituciones, etc. En todo caso, e indiferentemente de la versión aprobada, se trastoca el procedimiento político en favor de espacios multilaterales alejados de la ciudadanía y corporativizados, y se dota de gran poder a ciertos espacios de decisión. Esto queda claro por ejemplo en el caso del Comité Mixto del CETA, con amplia capacidad de interpretación de lo que dice (y no dice) el acuerdo, generando así presión y doctrina propia.

Por último, la nueva estructura política se completa con la tercera apuesta, los tribunales de protección de las inversiones. Se implanta un modelo de justicia privatizada global, ya vigente en muchos tratados bilaterales, mediante el cual las corporaciones denuncian a los Estados (nunca al revés) si ven lesionados sus intereses. Son espacios ajenos a la institucionalidad pública, con una asunción absoluta de los principios mercantiles hegemónicos y cuyo fin principal consiste en aplicarlos de manera altamente coercitiva, exigible y justiciable, sin garantías en términos de derecho de las personas y los pueblos.

Coexisten diferentes versiones de tribunales (que debaten sobre el número y carácter de los árbitros, el sistema de apelación o incluso a la posibilidad de crear una Corte Multilateral de Inversiones). Pese a ello, todas las propuestas rompen la lógica pública y garantista, crean espacios privados que vacían la justicia y sitúan a las empresas como actor principal con amplias capacidades para defender sus intereses que, en sentido contrario, no están en la obligación de cumplir el marco internacional de derechos humanos.

En conclusión, la nueva oleada se vincula directamente a la eliminación del conjunto de trabas al comercio y a la inversión, principalmente en los ámbitos político y económico, pero también en el cultural, ampliando definitivamente los espacios al relato corporativo. Avanza en la frontera sectorial y geográfica a la mercantilización, impulsa una agenda política que entroniza los negocios como valor civilizatorio supremo y desmantela los mínimos democráticos al generar una estructura político-jurídica basada en el gobierno de facto de las empresas y en la justicia privatizada. La democracia se hunde en el altar del capitalismo y del poder corporativo. Las instituciones persisten, pero amputadas y amenazadas por nuevos organismos. Un relato, en definitiva, de fascismo social y hegemonía empresarial, ya sin intermediaciones institucionales.

Los impactos de este hito central del capitalismo del siglo XXI no solo trascienden la insostenibilidad, exclusión y desposesión de todo proceso de mercantilización capitalista, sino que además incorporan una mirada de largo plazo que pretende alterar los sentidos comunes en favor del poder y del relato corporativo. Es más que estratégico impedir su aprobación e implantación: es imprescindible.

Gonzalo Fernández Ortiz de Zárate es coordinador de Paz con Dignidad – Euskadi e investigador del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL).

source: No al TTIP